Poco después de las cuatro de la tarde el cielo se rompió sobre la capital campechana, dejando caer una lluvia que mojó hasta por debajo de la lengua a los campechanos de a pie, aquellos soldados del ejército laboral que salen del trabajo a esa hora o retornan luego de la comida a la talacha diaria.
Fue un torrencial de más de una hora, a ratos intermitentes, que obligó a las palomas a guarecerse en los campanarios de catedral y a los caminantes a buscar refugio bajo los dinteles de las casas del Centro, sumiendo la panza para evitar la lluvia.
Todo comenzó con una inocente llovizna que agarró confiados a los transeúntes, que en menos de 10 minutos se vieron envueltos en una tormenta que inundó las calles, alentó el tráfico y detuvo el servicio de taxis (imposible que contestara cualquiera de las agrupaciones de radio-taxis).
La lluvia se concentró en la zona urbana. Desde los puentes del Periférico Pablo García se podía ver la cortina de agua azotando al Campechito retrechero y varando los vehículos de los intrépidos conductores que pasaron raudos los charcos. Las luces intermitentes se sucedieron a lo largo de las avenidas de la ciudad, con los ocupantes acalorados en su interior. GK